¿Será posible algún día atravesar las paredes? ¿Construir naves espaciales que puedan viajar a una velocidad superior a la de la luz? ¿Leer la mente de otras personas? ¿Hacerse invisible? ¿Mover objetos con el poder de nuestra mente? ¿Transportar nuestro cuerpo de manera instantánea por el espacio exterior?
Desde niño me han fascinado estas preguntas. Como muchos físicos, en mi adolescencia me sentía hipnotizado por la posibilidad de que hubiera viajes en el tiempo, pistolas de rayos, campos de fuerza, universos paralelos y cosas por el estilo. Magia, fantasía y ciencia ficción constituían un gigantesco campo de juego para mi imaginación. Con ellas empezó mi duradera relación amorosa con lo imposible.
Recuerdo cómo veía las reposiciones del viejo Flash Gordon en televisión. Cada sábado me encontraba pegado a la pantalla del televisor, maravillado ante las aventuras de Flash, el doctor Zarkov y Dale Arden y su impresionante despliegue de tecnología futurista: naves a reacción, escudos de invisibilidad, pistolas de rayos y ciudades en el cielo. No me perdía un episodio. El programa me abrió un mundo completamente nuevo. Me fascinaba la idea de viajar un día a un planeta lejano y explorar su territorio. Una vez en la órbita de estas fantásticas invenciones, sabía que mi destino estaba ligado de algún modo a las maravillas de la ciencia que prometía la serie.
No era el único. Muchos científicos consumados empezaron a interesarse por la ciencia gracias a la ciencia ficción. El gran astrónomo Edwin Hubble estaba fascinado por las obras de Julio Verne. Como resultado de la lectura de Verne, Hubble abandonó una prometedora carrera de abogado y, contra los deseos de su padre, inició una carrera en ciencia. Con el tiempo se convirtió en el mayor astrónomo del siglo XX. Carl Sagan, famoso astrónomo y autor de éxito, alimentó su imaginación con la lectura de las novelas de John Cárter de Marte de Edgar Rice Burroughs. Como John Carter, soñaba con explorar un día las arenas de Marte.
Yo era un crío cuando murió Einstein, pero recuerdo que la gente hablaba de su vida, y su muerte, en términos respetuosos. Al día siguiente vi en los periódicos una fotografía de su mesa de trabajo con el manuscrito de su obra más grande e inconclusa. Me pregunté qué podía ser tan importante como para que el mayor científico de nuestro tiempo no pudiera acabarlo. El artículo decía que Einstein tenía un sueño imposible, un problema tan difícil que ningún mortal podía resolver. Tardé años en descubrir de qué trataba el manuscrito: una gran y unificadora «teoría del todo». Su sueño —al que dedicó las tres últimas décadas de su vida— me ayudó a centrar mi propia imaginación. Quería participar, aunque fuera modestamente, en la empresa de completar la obra de Einstein: unificar las leyes de la física en una única teoría.
Cuando fui algo mayor empecé a darme cuenta de que, aunque Flash Gordon era el héroe y siempre se quedaba con la chica, era el científico el que realmente hacía funcionar la serie de televisión. Sin el doctor Zarkov no había naves espaciales, ni viajes a Mongo, ni se salvaba la Tierra. Héroes aparte, sin ciencia no hay ciencia ficción.
Llegué a comprender que estas historias eran sencillamente imposibles en términos de la ciencia involucrada, simples vuelos de la imaginación. Crecer significaba dejar aparte tales fantasías. En la vida real, me decían, uno tenía que abandonar lo imposible y abrazar lo práctico.
Sin embargo, llegué a la conclusión de que para seguir fascinado con lo imposible, la clave estaba en el dominio de la física. Sin un sólido fundamento en física avanzada, estaría especulando indefinidamente sobre tecnologías futuristas sin llegar a entender si eran o no posibles. Comprendí que necesitaba sumergirme en las matemáticas avanzadas y estudiar física teórica. Y eso es lo que hice.
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